
27 Ago «La vuelta al cole» después de la pandemia.
Como todos los años, a estas alturas del mes de agosto empiezan las campañas publicitarias de venta de material escolar ante la inminente “vuelta al cole” que será de objeto de noticia en los principales telediarios, el día de inicio del curso 22-23. En este inicio de curso escolar, a las familias, les acompañará la “cuesta de septiembre” que este año se adelanta unos meses ante la elevada inflación que padecemos. Al profesorado le espera un entorno complejo con una duplicidad de normas (LOMCE-LOE) a las que se añaden las producciones propias de las Comunidades Autónomas que aprovechan este último curso escolar de la legislatura.
Por suerte, a estas alturas del mes, no andamos preocupados, como en cursos anteriores, por la pandemia de la COVID-19 y las consecuencias que la misma ha tenido en la comunidad educativa. Pues, parece, que el grave problema sanitario está controlado, pero ¿y las consecuencias educativas?.
Fue el 14-03-2020 (curso 19/20) cuando se suspendió la actividad lectiva en los centros educativos, como una medida de contención contra el avance de la epidemia; y el sistema educativo presencial se reinventó, para aquello que nunca había imaginado. Se dijo que “siempre que resulte posible” (Real Decreto 463/2020) habría que impartir la enseñanza a través de las modalidades a distancia y «on line».
Pienso que esa frase entrecomillada “siempre que resulte posible” debería ser la esencia de la política educativa, porque el contexto y la evaluación nos darían las verdaderas claves de lo que puede aplicarse, en el aula, más allá de lo que dictan las Leyes.
Ese virus afectó al cuerpo del sistema educativo, concebido bajo el principio de la escolaridad obligatoria y volvió a demostrar la importancia del nivel social, económico y cultural del alumnado y de sus familias para afrontar la mayor disrupción sufrida en el ejercicio efectivo del derecho fundamental a la educación. En ese entorno, apareció el concepto de “la brecha digital”. Una especie de novedad que esconde una herida que sufre, por su origen y condiciones personales y sociales un sector vulnerable de la población estudiantil y que en todo caso solo podría agravarse, alejados del entorno presencial. Pero hubo más brechas.
Porque la pandemia lo que hizo fue sumarse a las desigualdades históricas en el aprendizaje que afronta el sistema educativo que se rige por el principio de igualdad de oportunidades bajo la promesa del derecho a que cada alumno y alumna pueda recibir tanta educación como cualquier otro/a, con independencia de las condiciones personales, económicas, familiares o cualquier otra fuente irracional de diferencias (tal y como señala Barr, 1993).
A finales del curso 19/20 se habló de alumnos “rezagados” y para el curso 20/21 se dieron directrices a los centros educativos para realizar las programaciones didácticas, con el fin de recuperar los “déficits de aprendizaje” del sector de alumnado más castigado por la pandemia. Sin embargo, si nos atenemos a los últimos datos del Sistema Estatal de Indicadores, el curso 19/20, en pleno estado de alarma, fue muy bueno en cuanto a resultados académicos. Lo que nos lleva nuevamente a reflexionar en torno a la dicotomía entre la evaluación del aprendizaje y la calificación del rendimiento del alumnado.
A falta de una evaluación rigurosa, a nivel nacional, que juzgue el impacto de la pandemia sobre el aprendizaje y oriente la política educativa, podemos seguir opinando y entender, por ejemplo, que para este curso que empieza (22/23) junto a la desaparición de la pandemia también ha quedado resuelto el impacto, de esta lacra, sobre el aprendizaje del alumnado.
Durante la pandemia corrieron ríos de tinta sobre el impacto del cierre de las escuelas. La consultora Mckinsey, publicó en abril de 2022 un informe, teniendo en cuenta el nivel de rendimiento de los sistemas educativos y la tipología de centros, antes de la pandemia, considerando que en la actualidad pervive un retraso en el aprendizaje del alumnado que se considera (de promedio) en Europa, de cuatro meses y en América latina de nueve a quince meses.
Hoy estamos más preparados para la transición a la escuela digital y en mejores condiciones ante situaciones similares. Es un positivo punto de partida, pero que puede adolecer del error del olvido de quienes padecían la brecha de la falta de igualdad de oportunidades en los entornos presenciales. Este sector del alumnado requiere de una atención educativa diferente a la ordinaria, en el curso 22-23, para acelerar sus aprendizajes; que han sufrido un retraso significativo por los efectos de la pandemia.
Sin planes de evaluación de centros educativos, que tengan en cuenta las situaciones socioeconómicas y culturales de las familias y alumnado que acogen, el entorno del propio centro y los recursos de que dispone, para dotarlos de los medios que requiere (formación del profesorado, bajada de ratios, recursos humanos, equipamientos…) el sector más vulnerable del alumnado, podríamos estar haciendo un nuevo cambio superficial que no garantice cotas más altas de calidad y equidad del sistema educativo. O como decía Giuseppe Tomasi en su libro El Gatopardo: “Cambiar todo para que no cambie nada”.
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Juan José Arévalo Jiménez
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